Saturday, February 25, 2006

DOS CÓMPLICES DE CUIDADO. José Carlos De Nóbrega.

“Locura, s. Ese "don y divina facultad" cuya energía creadora y ordenadora inspira el espíritu del hombre, guía sus actos y adorna su vida”. Ambrose Bierce, Diccionario del Diablo.


Pedro Téllez y Slavko Zupcic pertenecen a una generación de escritores de Valencia que han escrutado la inasible y esquiva condición de la ciudad, atrapada entre la categoría nada cauterizante de la Valencianidad y su esencia caótica y heterogénea heredada en su deconstrucción urbanística y socioeconómica. Ambos, coincidencialmente, se han valido de la ironía y un aparente despropósito para exponer a la intemperie las miserias y las maravillas de Valencia, más allá de los fútiles agasajos relativos a sus cuatrocientos cincuenta años (importa más la tauromaquia y la música idiota -v.g. el canon de la estación Bonchona FM- que la literatura y la historia, así lo avala la voz quebrada de pregoneros y apologistas de la cultura oficial y goda). El discurso de la locura, de lo aleatorio y de lo discontinuo constituye una vía más auténtica y amorosa para aproximarnos a la ciudad. Nuestros artistas y escritores lo han demostrado de manera fehaciente: Vale más el ágape en el Hospital Psiquiátrico de Bárbula que el brindis en la convocatoria de las comparsas de los politicastros, mercaderes, poetas de pacotilla y oportunistas que aún hieren a la ciudad. A tal punto, es pertinente revisar la vida, las peripecias y la obra de artistas de la imagen y la palabra tales como Cristóbal Ruiz, Luis Augusto Núñez, un danzarín Taborda y el alucinado cronista hípico Moralito, entre otros marginados que son el sustrato del amasijo amorfo de nuestra cultura urbana.
Nos complace presentar los libros más recientes de este par de entrañables amigos: La Última Cena del Ensayo de Pedro Téllez y Máquinas que Cantan de Slavko Zupcic, textos que persisten en la auscultación paradójica de nuestro entorno. Del libro de Pedro, destacamos su regodeo en el riesgo, bordeando en un monociclo el precipicio y el acantilado que es la conformación de una poética del ensayo. Cuatro textos llevan a cabo tan elástico y escurridizo cometido: el que le da título al conjunto, referido a trece comensales, El Hípertexto y el Camaleón, Del Soliloquio al ensayo que resume el devenir del género en Valencia, y Bacon, Montaigne y la Jalea Real. El Ars Poética evidencia un divorcio del discurso académico, tomando partido por el reencuentro de la literatura y la vida en el asombro alucinatorio, el entusiasmo que desmitifica el escrupuloso laberinto intelectual que hace perder el camino en pos de la polifonía de adentro, incluso en los espasmos y desvaríos del alma. El acercamiento, o mejor aún, el acoso de la presa que es el ensayo tiende a lo multilateral y lo transgenérico: “horizonte jinetes enlazan al / tigre belleza en lo llano” (Del Proyecto de Cinco Poemas que Versen sobre la Cacería). La vinculación de la poesía y la filosofía patente en el discurso ensayístico, propuesta por Adorno, no padece –en este caso- el filtro de la mala lectura: “El ensayo es travesti: no olvidó el viejo sus dolosos artificios; transfigúrose sucesivamente en melenudo león, en dragón, en pantera y en corpulento jabalí; después se nos convirtió en agua líquida y hasta en árbol de excelsa copa. El alomorfismo, como ustedes saben, consiste en el cambio de formas según el medio, y sin abandonar la escritura ‘ensayística’. Hay algo más importante: el ensayo lleva ropas de otro género con el objeto principal de obtener excitación sexual”. No en balde su torcido sentido humorístico, lo cual lo emparenta con Ambrose Bierce, el aforismo se reconoce a sí mismo al retrotraer la poesía de William Blake: La Palabra forjó la “tremenda simetría” del Tigre y la “Suave vestimenta” del Cordero; el corazón depredador de uno se concilia y halla su complemento en la mansedumbre del otro. La brevedad y concisión del aforismo no es el aperitivo, sino el plato principal. El ensayo titulado Nanacinder (1954-1962). Revista Literaria. Una Fruta Tropical, publicado en La Tuna de Oro –el primer número de los tres que dirigí-, se me antoja un trabajo antológico en torno a la presentación de muchas de las magníficas antologías publicadas en Valencia (entre dichas colecciones, recordamos con gratitud Rostro y Poesía por Luis Alberto Angulo, Manual para una Cabra por Slavko Zupcic y Poetas Carabobeños –en cinco volúmenes- por el Departamento de Literatura de la UC a cargo de los poetas Reynaldo Pérez Só y Adhely Rivero). Constituye un agudo y benévolo portal a una antología de la revista Nanacinder que recogió la voz literaria de los pacientes del Psiquiátrico de Bárbula, amén de un elogio a la memoria del Doctor José Solanes, su indiscutible mentor. La colección de tan peculiares voces y la presentación misma de los textos, mutan en el dulce de lechosa que será el colofón del banquete al cual son llamados los lectores de este pequeño y gran libro.
Máquinas que Cantan de Slavko, es otro placentero hallazgo que hemos de compartir con sus posibles lectores. Confieso que su condición de libro de crónicas me confundió, pues pensé que era otro de sus estupendos volúmenes de cuentos. Peor aún, su lectura atenta confirmó mi primera impresión: El discurso coquetea primorosamente en la fusión seductora de ambos géneros: los personajes reales que deambularon por nuestra ciudad, se encuentran ennoblecidos por la atmósfera de la ficción. Al igual que los perros vikingos atacando a los trasnochados transeúntes de los alrededores del Teatro Municipal. La crónica es un pretexto intertextual que establece pasadizos y vasos comunicantes con sus otros libros: Dragi Sol (1989), Vinko Spolovtiva, ¿quién te mató? (1990) y 583104: pizzas pizzas pizzas (1995). Si bien no se explaya en las crónicas una tonalidad malsana, prevaricadora y escatológica como sí ocurre en la noveleta Barbie (1995), no se le da terreno ni cuartel al moralismo farisaico y fetichista de la "opinión pública” en Valencia, usurpada por el conservadurismo y/o el amarillismo de su discurso mediático. Las máquinas tragaperras y los remates de caballos son pasto del decadente oficio de la política en la ciudad. Bien sea en el fallido decomiso de unas máquinas cantarinas y comedoras de arepas por parte de un funcionario ultramontano; o en el debate estéril sobre el diezmo que hay que cobrar a los garitos de la ciudad, lo cual no ha afectado positivamente al sector cultural como todavía se propugna a punta de medias verdades. Este libro no pretende la arrogancia ni la ampulosidad de las obras mayores, por el contrario, se acerca de manera cómplice a los atribulados ciudadanos valencianos inmersos en la perenne Cosiata que ha significado la Administración Pública Regional y Municipal. Una de las bellas crónicas del libro, o puente narrativo que liga a su novela reciente Círculo Croata, es Valencia de San Desiderio, texto que tuve la fortuna de publicar en el último número de La Tuna de Oro que me correspondió dirigir. Nos conmueve y nos mueve a constituir una Cofradía del mártir San Desiderio, en el silencioso homenaje a su memoria, ante sus huesos que fueron a parar a “una de las capillas laterales del Santuario de María Auxiliadora, en la calle Anzoátegui del centro valenciano”. San Desiderio y su curador, el Padre Ricardo Alterio, dejan de ser personajes anónimos en nuestra ciudad por obra y gracia del cronista y el novelista, quienes resaltan: “No es pequeña entonces la deuda contraída por Valencia con San Desiderio –haber condenado al olvido los huesos de un lector de San Genaro es un despropósito que supera las creencias religiosas- y, para saldarla, cada vez que en adelante tenga que pronunciar el nombre de esta ciudad recordaré que no pertenece a ningún rey: se llama Valencia de San Desiderio”. El libro destila una ternura auténtica que se adhiere a la desilusión y, sin duda, al amor por una urbe inhóspita la mayoría de las veces, inédita y divertida en pequeños instantes que sin embargo nos la reivindican. Por ejemplo, en Vibonati, de Vicente Gerbasi, el cronista confunde en el solaz del recuerdo y de la poesía la estatua del Padre Pío con una inexistente de Vicente Gerbasi; se nubla la mirada del narrador en el viaje inverso que va de Canoabo a Vibonati.
Estos libros de Pedro y Slavko, a Dios Gracias o al jesuítico lema de a la Mayor Gloria del Criador, no fenecen en la moda de tratadistas, palangristas, cronistas y cuentacuentos que apoyan su precaria obra en los chismes, las falsas imposturas y las infidencias sin mediar los afectos ni los odios. Ambos recrean y reinventan la ciudad y sus temas de la misma forma que Cortázar en Silvia: la provocativa nínfula es una trampa que nos tiende la imaginación, revelada por niños implacables que desnudan nuestra condición de sonsos deslumbrados.


En Valencia de San Desiderio, a los diez días del mes de diciembre de 2005.

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