Tuesday, April 18, 2006

UN JUICIO BORDEANDO LA ABULIA



Se acurruca la perra mientras la mujer duerme. El hombre descansa en las dispersiones de su cautividad. El calor es oprobioso, le sienta bien a su sensación de inutilidad, abulia y miedo. Maniático, se había propuesto inicialmente repasar las líneas andadas; sólo que al rato comprobó lo infructuoso del afán. Ante las escuálidas páginas de su diario, en medio de una crisis de compulsión alcohólica, el carrete de la máquina Olympia se hallaba atascado al ritmo de la indecisión y el nerviosismo. Se levantó para servirse un café bien tinto y amargo. Encendió un cigarrillo que compartió con la bebida, recorriendo el estudio entre idas y vueltas. Su frustración se acentuó al recordar la destrucción de algunas viejas páginas del diario por parte de la absorbente mujer: la amputación del pasado implicaba la castración de sí mismo. Aplastada la colilla que fragmentaba el humus nicotínico del cenicero y fundido su cuerpo en la silla, sacudió el trasero del pesado artefacto sin que el carrete se deslizara de ninguna forma. De inmediato concibió un plan: se dirigiría al estacionamiento, empujaría su carro sigilosamente una cuadra más adelante, y emprendería la fuga hacia un destino incierto pero en libertad. A la manera de las road movies norteamericanas.

Sin embargo, sintió impávido los golpes digitales y secos sobre las viejas teclas: La figura femenina ha tenido en mi vida un cariz particular. Su protagonismo tiende sin duda a la represión, a la reprimenda, al moldeado si se quiere arbitrario. En muchos de los casos, consolida su imposición a través de una prepotente y absoluta postura de tipo ético. Por supuesto, la constante se traduce en la manipulación de las ideas y los sentimientos del otro. Imposibilidad de obtener la cera que nos ensordezca respecto a los alaridos de la sirena, por lo que el viaje se interrumpe y pospone una vez más. Empero, las ventajas consisten en el hecho de su dedicación laboriosa a las cosas terrenas: como decía Reinaldo, amerita una nevera, una cocina y una lavadora. No subyace en estas líneas la misoginia. Reconocimiento por partida doble: su utilidad fundamentada en mi comodidad por vía de la cesión de terreno.

Desconsolándose en el hecho de que las llaves del carro no aparecían por ningún lado, el grumo de alquitrán asoma por la nariz, la hiel de los eructos en oposición a los ronquidos y susurros de la mujer que se retuerce, la perra que se rasca.

Valencia, 6 de enero de 2003.

SEÑOR JUEZ



“Madre, por favor, ¿es sólo una enfermedad lo que les hace
romper todas mis leyes?
Mira, si puedes anular el efecto
Yo iré tras la causa”.
Peter Gabriel: Moribundo, el burgomaestre. Primer surco, lado A, del LP “PETER GABRIEL I” (1975).

Intentó nuevamente firmar la sentencia, pero era inútil. Le sorprendía el hecho de haber perdido su firma; aquel garabato distaba de serlo enormemente. La situación era bien ridícula, ¡sólo esto me faltaba!, pensó para sí. Se distrajo recorriendo con la mirada su despacho, repleto de expedientes y textos jurídicos. De repente, recordó el bochornoso incidente con la doctora Urquiola. Hace dos días, en el ascensor, ella tuvo la osadía de haber cuestionado no sólo su imparcialidad, sino incluso su honorabilidad en aquel caso sucesoral. ¡Cómo enfrentaría entonces la denuncia introducida ya en la Judicatura, si ni siquiera podía encontrar su firma!

Llamó por el teléfono interno a la secretaria del tribunal, pero nadie le respondía. Colérico, abrió la puerta y constató que ninguno de sus empleados se encontraba allí. Aterrorizado, regresó a su despacho e inmediatamente se asomó a la ventana. El día le era ajeno: gris y sin nubosidad alguna; lo que más le llamó la atención fue el disco de sol, opaco y pálido. No podía entonces determinar la hora, ni tampoco qué día era. De pronto divisó la plaza y observó unos payasos gigantescos rodeados de cientos de niños. Sería entonces sábado o domingo, ¿qué demonios hago aquí?, se preguntó aguijoneado por el miedo. En la comprensión de que algo terrible le estaba ocurriendo, sintió cómo los impulsos eléctricos sacudían su espina dorsal. Tal era la inevitabilidad de la claustrofobia que exponía su cuerpo a la oprobiosa e insípida tarde.

Realizó varias llamadas telefónicas a su casa, al Colegio de Abogados, a sus amigos más íntimos, sin obtener contestación alguna. Sobre todo lamentó no contactar ni a Osman, ni a Antonio Mata, mucho menos a Carlos Luis, sus socios en el juego del truco, sin duda el oficio que practicaban con más soltura y devoción. Sus triunfos tenían como colofón entonar al unísono “Bartolo que no es cayuco / ha sorprendido con su truco”, cervezas mediante, acompañando a un Tito Rodríguez aprisionado en la rocola del bar “Las Quince Letras”... ¿Qué se hicieron todos?, ¿qué me está pasando? Seguidamente tomó una hoja blanca y probó de nuevo con su pluma fuente hallar su firma. Mientras más lo hacía, los garabatos eran más deformes, como si fueran autoría de un niño o un alcohólico.

Encendió la televisión mientras aguardaba una respuesta sensata a sus atribuladas preguntas. Estaban transmitiendo un juego de baseball de Grandes Ligas, lo cual le confirmó que el día era domingo. Poco tiempo después, la transmisión fue interrumpida por un boletín de última hora que anunciaba su propia muerte por suicidio: según el despacho informativo, hacía una hora que el juez se había lanzado desde el octavo piso del edificio en el cual despachaba, desconociéndose el por qué de tan infausta decisión. Desesperado, acicateado por la confusión y el temor, se dirigió al baño a llorar su desgracia. Se lavó la cara ante el espejo, como tratando de escapar de una pesadilla. Entonces, se cercioró que el espejo no le devolvía su imagen, por lo que dedujo su situación actual: o estaba soñando de manera coherentemente extraña, o era un vampiro ataviado de un Giorgio Armani, alternativas que le tranquilizaron inmediatamente. Sobre todo la segunda, pues desde niño tenía un morboso fervor por el Drácula de la dupla Browning-Lugosi, amén de su extraordinario parecido con otro de sus intérpretes, el espigado y flaco Christopher Lee.

Retornó al despacho y abrió la ventana como un autómata. Era ya de noche, alumbrada tan sólo por el claro de luna. Por tal razón, se lanzó al vacío, pues o volaba como un murciélago, o la caída significaría deshacerse de la pesadilla. Error, ninguna de las dos. Acabó en la calle como un bulto estragado e informe nadando en la sangre, ya que todo era producto de la especulación periodística y del odio y acecho de sus enemigos. ¡ Alea jacta est !

Valencia, 25 de agosto de 2001.