Saturday, September 16, 2006

LA SEGUNDA MUERTE DE CRISTÓBAL RUIZ



La sucia falda protege el fogón
Para espantar el hambre
Que ronda la sala ante la espera.
Poema (fragmento) de Cristóbal Ruiz.


Cristóbal Ruiz, pintor y performer selenita, murió por segunda vez –no nos atrevemos a decir que de una manera definitiva- en el sector El Castaño de las Trincheras, municipio Naguanagua, el día sábado 5 de febrero de 2005, según rezan las notas periodísticas de la región. Su cuerpo pendía de un cable de electricidad, el abdomen se hallaba intervenido con dos puñaladas de frío salvajismo y las manos amputadas, echadas u ocultas en no se sabe dónde. El morbo, convidado inoportuno de los pensamientos contingentes y desbocados, recreaba la composición de la terrorífica escena: Instalación y performance, técnica mixta, materiales diversos (cadáver exquisito cuya sombra se proyecta en uno de sus propios lienzos, decapitando al pájaro fantástico y multicolor, sumiendo en la amodorrada oscuridad a una recogida culebra morrona).

La primera muerte de Cristóbal ocurrió hace dos años, esto es septiembre de 2004. Me había tomado por sorpresa al leer la despiadada reseña en el diario El Carabobeño del domingo, entenebrecida la vista por una albigrisácea capa de secreciones y lagaña. El sábado en la noche lo había visto en la licorería, preguntando por Alexis para canjear sus acuarelas de tierra ajedrezada por media mula de leal cocuy. El flaco licorero siempre se quejaba porque Cristóbal le vendía lo más modesto de su fecundo parto artístico, mientras que otras personas adquirían óleos de gran formato y mayor completación técnica. Si no, consúltese su rabia al ver uno de los cuadros, propiedad del poeta Reynaldo Pérez Só, en la portada de la revista Poesía número 128. Pese a ello, esta primera muerte lo había afectado, hasta el punto que fueron infructuosas sus diligencias para inquirir en dónde se realizaba el acto velatorio. Media semana después del primer deceso, me espanté al verlo caminar en las inmediaciones del bar La Guairita; Alexis y Juan me confirmarían que yo no estaba rascado ni drogado: Cristóbal estaba vivito y jodiendo la paciencia de los habitantes de Valencia de San Desiderio, así nomás, impunemente. La macabra chanza quizás era una estratagema estafadora para revalorizar su obra pictórica, al margen de las escuelas, las tendencias y, sobre todo, los círculos museográficos.

En un trabajo aparecido en Letra Inversa (apéndice culturoso de la agencia EFE), escarbando el sendero de Cristóbal Ruiz, Vielsi Arias –una trigueñita buenamoza- resume las peripecias de su andar estético y vital. Nacido en La Luna, pueblo de Urama, el año de 1950, Cristóbal ejerció oficios dispares mientras procuraba una vía de expresión que le permitiera ganar un lugar en este mundo: conuquero, monaguillo, bailarín y performer de botiquín, officeboy, hasta que se empapa del ambiente político y cultural caraqueño de finales de los sesenta, lo cual le conduciría a la pintura de la mano de Diego Barboza y, luego, dos años mediante en la escuela de arte de su tocayo Cristóbal Rojas. La pobreza le impidió consolidar estudios escolares, sólo que no se perdió su espíritu libertario en los largos pasillos y estériles recovecos de las academias. En una foto de nuestro amigo Orlando Baquero, Vielsi amansa con una sonrisa fresca, sentida e impecable al Rasputín que a veces era Cristóbal: Su vida fue en cierta forma una gran pieza de teatro, en la que actuaban infinidad de personajes que finalmente eran él mismo. Hay infinidad de escenas en la que todos estamos envueltos, de igual forma su obra recoge del entorno todo cuanto acontece y siente. Al tratar de ubicar a Cristóbal en una categoría específica del arte, no hay duda que sería dentro de lo popular, considerando este género como aquel que parte de un colectivo, del contacto diario con el entorno, que sin mayor formalidad ni prejuicios lleva consigo el itinerario de un pueblo (Letra Inversa, 13 de marzo de 2005, páginas centrales). Ni que lo digas, pequeña guaricha. La Facultad de Educación de la U.C. y el comprimido pasillo que separa el Teatro Municipal y la Facultad de Derecho, constituyen el espacio convencional en el cual Cristóbal satirizó al Templo de la Racionalidad y la Cabronería, tanto en lo estético como en lo político. En la inauguración del Festival de las Artes, teniendo al Teatro Municipal como tramoya de lo más formal, él le sacó su irreverente culo al pícnico y sacratísimo Alcalde de la Ciudad, más preocupado por las corridas de toros que por la Poesía que se enseñorea de todas las artes. Un azulado paco pelafustán y servil le dio una paliza porque su cabeza de palo segrega a los oriundos de la luna, pues son anarquistas esquizoides que mezclan sus efluvios corporales con la pintura para evidenciar lo mierda que es la sociedad de su tiempo: sí, esa que sólo respeta y se enculilla ante dos cosas, el dinero y el garrote dispuesto siempre a fracturar cráneos, espíritus y conciencias.

A veces, en el epicentro de su embriaguez, Cristóbal se convertía en un tipejo fastidioso, resentido y ofensivo. Por lo cual, en ocasiones mi mezquindad y malhumor me obligaron a seguir de largo con el pretexto de llegar algo retardado a un examen o a una exposición oral en la Facultad. Todavía los cuerdos tenemos la cachaza de maltratar al prójimo dizque para paladear y padecer nuestro cuadro de estrechez anímica. La Psiquiatría, aparentemente, da para todo, menos para la extirpación de la locura. A Dios Gracias para su mayor Gloria, pues una sociedad sana y racional sería un paraíso artificial intolerable. Ello justifica la naif psicodelia abigarrada del universo artístico de Cristóbal Ruiz: Maestro fue Cristo que hizo el culo sin compás.






Monday, September 11, 2006

METARRELATO A LA MANERA DEL BESTIARIO



A Argenis Salazar.

Tomasso de Samotracia se sintió satisfecho al publicar su primer libro, una colección de cuentos dispersos durante su periplo intelectual en la ciudad de Valencia de San Desiderio. Creía firmemente haber inventado un nuevo género narrativo, muy a pesar de la presencia de Slavko Zupcic, Pedro Téllez y Carlos Yusti como los prevaricadores anarquistas: el minimalismo de las hablillas, variación postmoderna del artículo de costumbres. No quedaba otra, la perfecta valencianidad le obligaba a limitar su obra en tan mezquino ámbito; sería la tarjeta verde que lo establecería en el pináculo de la pirámide intelectual de la agangrenada ciudad. Sin embargo, se permitía ridiculizar en el aula de clase a autores como Salvador Garmendia, sin que el indiferente auditorio le replicara un ápice. El bautizo de la colección de cuentos se llevaría a cabo en el foyer del Teatro Municipal el jueves 26 de junio a las ocho de la noche. Si bien iba con cierto retardo, le sorprendió la desolación de la urbe durante el recorrido del metro que para él comprendía el intervalo Universidad - Plaza Bolívar. Compartía el vagón con pasajeros que nunca había visto en su vida: Ellos, ahora estaba demasiado claro, no se localizan en parte alguna; viven en el subte, en los trenes del subte, moviéndose continuamente. Su existencia y su circulación de leucocitos -¡son tan pálidos! – favorece el anonimato que hasta hoy los protege, leía en el libro de cuentos de Cortázar que le tocaba cargar ese jueves. En este caso, sus acompañantes no constituían un casting silencioso ni níveo por la falta de sol: por oposición al texto cortazariano, era una comparsa de cinco vikingos malolientes de mugrosa piel, cuatro hombres y una mujer de rostro desfigurado a punta de navajas.

Se apeó ágil y rápidamente del vagón, abriéndose paso entre el decadente y maledicente quinteto malviviente. Llegando a trote apresurado a su destino, notó que el Teatro Municipal estaba sumido en una densa oscuridad. La calle desierta tan sólo estaba habitada por el excéntrico pintor Cristóbal Ruiz, el cual consumía un tabaco que acompañaba la libación inmediata de una media mula de cocuy leal.

-¿Qué ha habido, Crístobal? ¿Sabes por qué el teatro está cerrado? Hoy tenía el bautizo de mi primer libro allí.

-Cada quien llama sabiduría a lo que él sabe e ignorancia a lo que saben los demás- replicó imperturbable para escupir inmediatamente después una babaza hedionda a azufre y estiércol.

-¡Coño, chico! Déjate de vainas. ¿Estás periqueao?

-Las hojas volaron a la hora exacta del camino.

-¡Vete a la mierda, maricón- gritó Tomasso, dándole la espalda.

Cruzando la calle, sin percatarse de nada anormal, se vio rodeado de una jauría de perros vikingos que acompañaban a sus dueños, trece hombres y una mujer, todos ellos desarrapados y pervertidos. Lo tomaron de los brazos, contaminando de podredumbre su traje de montecristo, conduciéndolo casi a rastras al tenebroso bulevar. Mientras las bestias lo mordían y los vikingos lo pateaban sin misericordia, observó a través del velo sangriento que nublaba sus sentidos a un Cristóbal, ataviado de un multicolor casco luminoso, que tomaba posición sentado en la calzada con lienzo y pinceles a las manos. El perfomance consistía –esta vez- en una recreación macabra de La Última Cena de Da Vinci. Al otro lado de la calle, un famélico muchacho tomaba fotografías de Cristóbal pintando la terrorífica escena, siendo la comilona el fondo de la composición. Sintió Tomasso que tras las bambalinas un desgarbado músico registraba sus alaridos adoloridos, los ladridos y gruñidos de los vagabundos, amén del escándalo obsceno de los perros vikingos en un sofisticado equipo de grabación. Comprendió en el avance de la muerte que era la víctima propiciatoria de una sociedad estética, conceptual y transdisciplinaria de fines inconfesables. La ciudad se hallaba embargada y encerrada en los hogares de sus habitantes, conmemorando el éxodo y el desarraigo en la eucaristía y agria degustación de jengibre y vinagre.

Valencia, 9 de septiembre de 2006.

Friday, September 08, 2006

EL DRAGÓN LUSITANO

La amarillista fotografía de la página de sucesos, sin que el reportero gráfico lo procurara, recreaba el enorme cuerpo sin vida del Dragón Lusitano en su cama a la manera del Greco. La figura se encuentra alargada como si simulara el entierro del Conde de Orgaz. Sólo que nos impacta su soledad y la desamparada postración que lo oprimen para siempre en la memoria; el cadáver no es cobijado por un abovedado cielo presidido por Cristo, la Virgen y los penitentes - tan sólo lo arropa una colcha sangrienta en tanto improvisado sudario -. En el plano terrenal, no lo rodean caballeros nobles de rostros conmovidos y adustos; suponemos que la endeble paciencia de amargados policías era importunada por el trabajo del reportero gráfico: el encuadre y la pose macabra que excitarían el morbo de los lectores durante la libación del primer café de la mañana. Sin embargo, la fotografía significaría para mí un paradójico homenaje a mi tío, el luchador mitificado en el mote sinolusitano.
El Dragón Lusitano fue una de las figuras más resaltantes de la lucha Libre en Venezuela, el bien llamado Catch as catch can. Sólo que se hallaba en la acera contraria de héroes como Basil Battah, la del impío bando de los rudos: Maniqueo manejo de las marionetas del destino mediante, el ex-luchador libanés prosperó en la Valencia de San Desiderio al fundar una tienda por departamentos (Comercial Battah, por supuesto) ; mientras que el villano encontró la muerte detrás del mostrador de una mísera bodega-hogar al sur de la ciudad. Me contaba El Solitario, otro de los luchadores nuestros que compartió cartel con El Santo (tanto es así que con el Mil Máscaras fueron considerados el mejor trío de 1975 en México) , que mi tío no encuadraba en el perfil de los malvados: Su silencio, si se quiere de una saudade resignada, desconcertaba el bullicio ebrio de los vestidores en el Nuevo Circo. Sólo que al salir y encaramarse en el ring, la severa fatalidad de su silencio se sublimaba en una explosión de golpes ilegales y traicioneros que abatieron lo mejor de los técnicos, amén de sus aullidos y escupitajos contra un público estúpido sediento de bufo y efectista espectáculo. Quizás por tal razón, la tensión habida entre el silencio de Buda y el ruidoso y envilecido salvajismo de Míster Hyde, atenuó su sino trágico en el éxito con las mujeres (sobre todo prostitutas y ficheras). Mi madre decía que pese al modesto tamaño de su miembro viril en posición de descanso, era acosado sin consideración por mujeres de toda ralea y a toda hora (supongamos entonces la compensación divina y diabólica en erecciones de fábula).
Tengo dos recuerdos muy puntuales sobre él: uno, cuando se despidió de nosotros -niños armando abstrusos ingenios con taquitos Lego- pues lo perseguía la policía por haber asesinado a su hijo bastardo (concebido con una vulgar fichera, con la cual se habría presentado en el sepelio de mi abuela materna; cosa que no dispensaría jamás mi mamá) por asfixia mecánica para luego lanzarlo a un río infectado de caribes. Lamentablemente, fracasado el intento de fuga hacia Brasil, fue capturado poco tiempo después para purgar la pena máxima en Tocorón. Y el segundo, cuando contaba yo con 21 y no tenía idea de qué hacer con mi vida (como ven, soy un haragán de campeonato) : Nos habíamos tomado unas cuantas cervezas en el restaurant chino en el que trabajaba, el extinto Dragón Tower, celebrando el beneficio procesal que había recortado en la mera mitad sus treinta años de condena. Semanas más tarde, enterado de su mentira, acudí a la barra del restaurant a beber deprimidos vasos de cerveza tibia: el presidente no le concedió indulto alguno, el Dragón Lusitano había comprado su libertad a la burocracia carcelaria sin seguir las sabias instrucciones: Portu, sal del país porque si no nos envainamos todos. En efecto, la policía lo apresó en la cocina del restaurant, entre lumpias, chop suey y arroz pisado por las ratas.
Hoy, veinte años más tarde, me topo con esta magnífica foto (brillante sin proponérselo, al igual que la naif atmósfera surrealista de la película El Santo contra las mujeres vampiro), la cual me perturba en la desazón y el pesimismo de mis cuarenta y un años. La semana pasada otro tío mío me dió una oportuna cola a mi casa, pues me confió sus sospechas en torno a la muerte de su hermano del alma, el Dragón Lusitano: un parricidio por razones pecuniarias. Le creí al principio, pues el hijo legítimo del Dragón me caía en las bolas. Pero, pensándolo bien, parricidas somos todos que, al igual que Caín, descuidamos salvaguardar al otro, nuestro semejante. Valga esta puñalada parricida que es esta agria crónica.