Friday, September 10, 2010

HOMENAJE AL SELENITA CRISTÓBAL RUIZ. DOS TEXTOS (Yusti / Montenegro)Y DOS FOTOGRAFÍAS (Yuri Valecillo)


Fotografías de Yuri Valecillo

I


CRISTÓBAL RUIZ DENTRO DE LA PARÁBOLA


Carlos Yusti



Cristóbal Ruiz algunas veces tenía el aspecto singular de un desarrapado. Parecía venir de un suburbio triste y delirante. Otras venía con todos los colores del amanecer en las pupilas. De seguro llegaba del puerto de los sueños. Traía la ropa ajada de espejos, la barba llena de pájaros y el pelo empapado de nube. No era casualidad. Estaba medio loco y era pintor.



Bohemio. A ratos pintor autodidacta. Oriundo (y esto si no es casual) de La Luna , un pequeño microcosmo situado en el sector Urama del estado Carabobo. La calle fue su escenario, su taller encantado, su modelo. Pintor urbano. Pronto se convirtió en un accesorio inusual de la ciudad.



Lo conocí cuando yo quería ser un poeta maldito. O sea, que tenía ínfulas de geniecillo voraz. También por esos días estaba de trotacalles con mi amigo el fotógrafo Yuri Valecillo. Merodeadores de la escuela de Teatro Ramón Zapata nos tropezamos con Cristóbal Ruiz. Cantaba. Hacia cabriolas de ballet en el bulevar de la facultad de derecho. Gritaba. Se acercaba a un lienzo dispuesto y lanzaba pinceladas. Todo tenía algo de teatral. Todo poseía un tono de caricatura. De pose barata, pensaba yo. Yuri por su parte entabló cotorreo con Cristóbal y así nos hicimos amigos.



Yuri se fue a México y yo me largué a Puerto Ordaz. En nuestros encuentros en Valencia siempre encontrábamos a Cristóbal. Quien por su lado estaba más desajustado y libre que de costumbre. Yuri le compraba camisas y algunas veces le alargábamos algunas monedas para que se abasteciera de bebestibles y comida.



Como Cristóbal iba a sus aires mucho subestimaron su pintura. A pesar de ello, seguía pintando cuadros que muchos amigos y conocidos le compraban para darle una mano. Sin embargo, su pintura mezclaba delirio alcohólico, surrealismo callejero e ingenuidad pictórica con enorme pericia. Algunos cuadros eran verdaderos mamarrachos, pero otros tenían mucha densidad poética, cierto desequilibrado tono de iluminada inspiración.



Como pintor llevaba al lienzo lo que sus demonios cotidianos le dictaban. En pintura hacía lo que podía y por eso recurría al esperpento teatral, a las excentricidades públicas para hacerse notar. Era un actor natural y que le denominaran (a manera de sorna) como “El Reverón valenciano” fue el resultado de toda aquella pantomima pública. Disfrazado como pintor no pintaba, sino que actuaba. Al enfrentarse con la tela, o con las hojas en blanco, se despojaba de toda artificialidad y trataba de hacerlo lo mejor posible. Trataba de sacarle alguna metáfora a los colores, de inventar la luz con un trazo.



Como persona Cristóbal Ruiz era un tipo del montón. Gran bebedor. Afable conversador y muy ganado para la alegría. Al final había dejado de beber y ya no parecía un Dios de la mendicidad. Estaba pintando con fervor y prepara algunas exposiciones.



Yuri me telefoneó desde República Dominicana para comunicarme que Cristóbal había muerto. Que formaba parte de esa irremediable parábola que es la muerte. Tenía la voz quebrada. Nos despedimos con la tristeza ramificándose en los huesos.



La calle por donde revoloteaba Cristóbal Ruiz, disfrazado de pintor, estará más triste y puteada que de costumbre. Le harán falta tus locuras sencillas, sin énfasis. La vida a veces te viste de funcionario. Otras te viste de poeta loco, de pintor cabreado con la razón. Ahora viene a mi memoria una anécdota. Un pintor de esos estirados (y vestido como funcionario) para impresionar al escritor Pío Baroja, hacía retórica barata en torno al arte de pintar. Para coronar su explicativa verborrea concluyó: “El arte se hace con sangre”. Don Pío lo miró con cierta lástima y replicó: “Con sangre sólo se hacen morcillas”. Recuerdo esto porque de seguro a Cristóbal, la salida del escritor español le hubiese divertido y además él hizo arte con todo, menos con sangre y si con mucha alegría.




II




Hijo de La Luna


Richard Montenegro

En los valles altos del estado Carabobo (Venezuela) en Urama hay una población rural llamada La Luna. A pesar de ser pequeña tiene cierto encanto. Hay una peculiar y bella combinación entre cielo, tierra, frondosa vegetación y las, a veces toscas pero con personalidad, construcciones tradicionales. La disposición de las casas pareciera irregular pero esconde un orden secreto que invita al forastero a que lo descifre.

Este poblado, para muchos insignificante, posee una pequeña biblioteca “pública” ubicada en una casa vieja hecha de añejos adobes. Al revisar los estantes podrán darse cuenta de que el tema primordial es la Luna, desde libros especializados en astronomía hasta novelas de anticipación. Desde Julio Verne hasta Francisco Aniceto Lugo, un ingeniero venezolano autor de “El primer Viaje a la Luna” para muchos la primera novela de Ciencia ficción venezolana. En un rincón podrán ver las clásicas estampas de El Libertador, Andrés Bello y el presidente de turno pero hay una fotografía que normalmente no se ve en bibliotecas públicas ni universitarias. Un retrato del insigne científico Humberto Fernández Morán (Zulia, Venezuela, 18/02/1924 – Estocolmo, Suecia, 17/03/1999). Esa imagen está allí; supuestamente porque poco tiempo antes de abandonar decepcionado a Venezuela, el científico casualmente visitó este poblado donde lo trataron tan bien que años más tarde, después del regreso del Apolo XI, le obsequió a este caserío un trozo de piedra lunar en agradecimiento. ¡Que mejor lugar para custodiar un pedazo de nuestro satélite! Ahí guardan ese pequeño tesoro y a muy pocos le dan el privilegio de ver el obsequio. Justo en ese lugar, cruce de extrañas circunstancias, nació un personaje muy querido en Valencia, a pesar de sus salidas extremas, el pintor Cristóbal Ruíz (6/02/1950- Naguanagua, 5/02/ 2005)

Conocí a Cristóbal Ruíz bajo la sombra de una mata de guayaba y mi conversación inaugural con él se centró en mi aversión al olor de esta fruta y de cómo este podía enmascarar otros olores. Le comenté que el patio de mi casa estaba tapizado de guayabas caídas del árbol más alto que he visto hasta ahora. Cristóbal atento escucha e hizo referencia, entre otras cosas, al relato de García Márquez titulado “El olor de la guayaba”; luego diversificamos el tema hasta que cada quien tomó la ruta de su preferencia después de horas de agradable parloteo. Luego se hizo habitual encontrarnos en la calle, plazas, exposiciones y pasillos de tortura educativos. A veces andaba irascible buscando atención, esa que normalmente le negábamos; otras era un oasis dadivoso de historias, afortunado aquel que tuviese sed de cuentos en ese momento.

Todavía puedo verlo bailando sobre el asfalto dando giros, al atardecer, más hermosos y ligeros que cualquier discípulo de Nina Nikanorova. Casi me atrevería a decir que era lo más cercano a conseguirse, en una aburrida calle de la ciudad, a un Nijinsky de luna llena.

A veces, cuando la obscuridad reinaba con la Luna de acompañante, caminábamos desde Naguanagua hasta algún lugar del centro Valencia, la de Venezuela y en la caminata surgían ninfas, cíclopes y fantasmas lunares al hablar. No faltaban por supuesto amores o desamores, sin distingo de género, cantados con fino encaje. Y siempre hacía hincapié en lo fugaz de la vida y de la belleza.

Era fácil ver como cambiaba con regularidad y después de un tiempo podías percibir sus fases: Cristóbal lleno, menguante, nuevo y creciente. Y cada quien podía escoger el Cristóbal de su preferencia. También había momentos de Cristóbal con halo ensangrentado y sus periódicos eclipses. Con paciencia quizás habríamos descifrado sus ciclos y a la manera de los Aztecas tendríamos una Piedra Lunar donde se mostraría el ascenso y caída de Cristóbal. Si la hubiese tenido quizás me habría dado cuenta de que aquella vez cuando volvimos a estar bajo la mata de guayaba y me invitó a su casa en Trincheras para su cumpleaños, iba a ser la última vez que charlaríamos. Nunca sabremos que cargas soportaba en ese momento ni que pasó esa noche. Pero esa noche la Quinta Luna cayó, quizás mañana la Luna renazca de nuevo.

Richard Montenegro
rickmontene@yahoo.es




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