Thursday, December 15, 2011

LAS CELESTIALES: UNA PARODIA DE LOS DISCURSOS AUTORIZADOS.José Carlos De Nóbrega


LAS CELESTIALES: UNA PARODIA DE LOS DISCURSOS AUTORIZADOS
José Carlos De Nóbrega


El padre parecía una capitular de oro; yo, junto a él, una insignificante minúscula impresa en tinta roja. José Rubén Romero: La vida inútil de Pito Pérez.

La agudeza literaria de Miguel Otero Silva se exhibe sin freno en dos de sus obras más disímiles entre sí: Tenemos la incendiaria parodia del discurso católico que es Las Celestiales, con sus Santos asaeteados por la coprolalia popular, y la aproximación poética a la figura de Jesucristo vertida en el texto novelístico de La piedra que era Cristo (no podemos olvidar el impactante monólogo de la cabeza cortada de Juan el Bautista que escarnece la banalidad impía del rey Herodes). Ambos textos no sólo refieren el espíritu rojo y ateo de su autor (rebatido hoy por el insulso desencanto burgués de su hijo, Miguel Henrique, pésimo editor y peor editorialista del diario El Nacional), sino el apetito descarado del escritor por desmontar los discursos autorizados que sustentan el Poder vertical, mezquino y usurero que tritura sin clemencia a las mayorías. La literatura acomete la labor profética de promover e instaurar a cómo dé lugar la justicia social. Ya lo manifiesta ese vagabundo y borracho de Pito Pérez: ¡Pobre de los pobres! Yo les aconsejo que respeten siempre la ley, y que la cumplan, pero que se orinen en sus representantes. Por supuesto, la ley hecha carne en la lucha revolucionaria de a de veras, no la propuesta por los grandes laboratorios de la propaganda periodística, historiográfica e ideológica que pretenden pervertirla y envilecerla. El discurso diabólico, como ocurre con el habla salvaje y primaria de los niños y los locos, es un recurso insoslayable para atacar y poner en evidencia la fragilidad y la corrupción de un orden de cosas bizarro que ha invadido a los templos y las academias: La política de ultratumba, con sus cielos de algodón y sus infiernos carbonizados –no entendemos aún por qué la burocracia eclesiástica nos quita la sala de espera que es el purgatorio-, engorda las finanzas vaticanas y protestantes, amén de proveer de carne fresca a curas y obispos pedófilos; nuestras universidades autónomas, experimentales o paralelas coinciden en la tercerización laboral de docentes y empleados y la cosificación del conocimiento a expensas de los intereses de grupos de poder. La Iglesia está penetrada por la politiquería más árida, en tanto que las academias son el detritus de organizaciones religiosas que hacen acólitos con su verborrea terrorista y macabra. Es justa y necesaria la lucidez satánica para ir a contracorriente del imperio de la lasitud vital.

Este gran rosario inverso, integrado por 25 coplas picantísimas y prevaricadoras, tuvo dos ediciones: la primera de 1965, firmada con el pseudónimo doble de Iñaki de Errandonea (alias Miguel Otero Silva), Sacerdote Jesuita, como compilador y comentarista, además de Fray Joseba Escucarreta (alias Pedro León Zapata), S.J., en tanto ilustrador que caricaturiza a santos y mártires. Fue una bomba que estalló simultáneamente en la meritita cara de la histérica feligresía y en las barbas remojadas de la anquilosada jerarquía católica. Valga la desaprobación del Cardenal José Humberto Quintero: No está de sobra advertir que ese libro, en el que de propósito se ataca a la Religión y a las buenas costumbres y se hace mofa de los santos, se halla por ello mismo comprendido en la publicación del canon 1.399 del Código de Derecho Canónico. La segunda edición data de 1974, Ediciones de José Agustín Catalá, la cual agrega un prefacio de Miguel Otero Silva en carne y hueso que simula una apología exquisita de tan vituperado texto diabólico. Las Celestiales constituye un ejercicio transgenérico a la par de referentes notables como Borges, Bioy Casares e incluso Héctor Murena: La copla, destacada en negritas y caracteres gigantes, se fusiona con la prosa dialógica que se regodea en la impostura, el humor negro y una apasionada óptica crítica de la Historia de la Iglesia Católica. El Papado es la alcabala religiosa que tan sólo merece un jalón de papada aparejado con la carcajada del vulgo: Al Papa Ruperto Doce / ni lo menciona la Historia, / porque se cagó una noche / en la Silla Gestatoria. En este fetiche, nada que ver con la estupenda silla de Van Gogh, queda al descubierto el culo y los cojones del Papa electo, pues el colegio cardenalicio debe templar las dos bolitas para evitar que otra Juana la Papisa escarnezca tan sagrada institución machista. Fetichismo y escatología van de la mano en lo que toca a la crítica del catolicismo, a los fines de configurar un intervalo estético y apóstata que nos retrotrae a Rabelais, el Decamerón de Boccaccio y Pasolini, el Nazarín de Galdós y Buñuel, el Satiricón de Petronio y Fellini e incluso el crucifijo inverso del cura Carlos Borges que lame y eyacula el voluptuoso cuerpo femenino. Qué decir de los prejuicios y mitos urbanos que aún despierta la orden jesuítica, suponemos entonces una dulce venganza de parte de ambos coautores: Hiciste lo que quisiste, / San Ignacio de Loyola, / pero quisiste ser Papa / y te pisaste una bola.

LA PUNTUALIDAD DEL VENEZOLANO: ENTRE EL MITO Y LA ANARQUÍA. José Carlos De Nóbrega


LA PUNTUALIDAD DEL VENEZOLANO: ENTRE EL MITO Y LA ANARQUÍA
José Carlos De Nóbrega


No es que he llegado tarde: ustedes llegaron demasiado temprano. Héctor Lavoe, el Rey de la Puntualidad (valga la paráfrasis).

Hace mucho tiempo que desconfiamos de la caracterización de las personas por vía del gentilicio y la idiosincrasia: Sea apología o descrédito, tal juicio apunta a lo Standard, al lugar común y –en consecuencia- a la simplificación del pensamiento. Por ejemplo, contrastemos dos ópticas que fracasan en el tratamiento del mismo asunto: esto es el mito de la pureza de la raza en nuestro medio (muy a pesar de la tolerancia y afabilidad del venezolano). Por un lado, se afirma que nuestro mestizaje es una tara genética que ha traído consigo la impuntualidad, la flojera, la improvisación y una disposición dionisíaca al bochinche (jurunguen, a tal respecto, el fofo corpus teórico de la antropóloga neonazi Beatriz de Majo, discípula del CEN de AD). Tan sólo se salvarían nuestras mujeres, acreedoras de premios de belleza y deudoras del bisturí famélico de Osmel Sousa. Cruzando la calle en dirección a la acera opuesta, pensadores de la izquierda venezolana insisten que la inmigración europea de los años cincuenta respondió a una política pérezjimenista de blanqueamiento racial (lo cual implica la confortabilidad de las teorías conspirativas en la consideración de los fenómenos sociales). ¿Qué decir de los desplazados, políticos o no, por el acoso del fascismo y el hambre durante la guerra y la postguerra? El único blanqueamiento político-racial admisible es el de Barack Obama, heredero de la saga tejana de los Bush. Por supuesto, atribuimos el blanqueamiento literal de Michael Jackson al influjo maternal -¿filicida?- de Diana Ross y Elizabeth Taylor. Es menester la prevención respecto a las líneas simplistas del pensamiento, pues son un sucedáneo de la sociedad esclavista que persiste en promover la infelicidad (como se sabe, la tercerización laboral es uno de sus productos más recientes). Así ocurre con la tan divulgada y escarnecida impuntualidad de los venezolanos, un pretexto que añora a la godarria zahiriendo impíamente al pardaje, clase a la cual pertenecemos y que se desternilla de la risa ante las afectadas maneras de los defenestrados amos del valle y sus estúpidos apólogos.

La impuntualidad del venezolano es proverbial, colindante con la cotidianidad y la mitología urbana. ¿Tal vicio tiene su origen en nuestra condición mestiza o en la esencia misma de un orden de cosas que se nos impone sin piedad? Mientras que Beatriz y sus cachimbos anglosajones pontifican nuestra parda indisciplina, observamos que masas de venezolanos madrugan para acudir a sus centros de trabajo y de estudio. Muy a pesar del desmadre urbanístico que desemboca en el colapso, la ineficacia del sistema de transporte privado por obra y gracia de su cartelización (amén de las debilidades del Metro) y el despropósito político encaramado en el autobús del progreso, esa masa trabajadora es susceptible de ser retratada en su precariedad y belleza por un arte comprometido (a contracorriente del panfleto).

La burocracia moderna venezolana, en especial la criada a expensas del manguareo adeco-copeyano, ha sido una dispensadora de ineficiencia, impuntualidad y villanía: Posee la odiosa patente de la cultura de los números, esto es repartir 20 tickets numerados para atender a tan pírrico grupo de personas en una jornada y someter a la gran mayoría a la vacuna impuesta por gestores corrompidos. Mientras la masa ciudadana espera su turno a la intemperie, los funcionarios llegan en el impune ejercicio del retardo comentarios insulsos y hablillas mediante. No vale nada madrugar, dado el infierno de cuello blanco que aún nos espera en ciertas dependencias.

Obviamente, es un imperativo deslastrarnos del modo de producción capitalista que nos reseca y explota a más no poder: Se nos va el tiempo en la plusvalía que nos arrebatan, no sólo en su forma económica sino en la estragada condición física y mental del cuerpo (respecto al imperialismo, tenemos que tan sólo ha cambiado la tecnología armamentista, la práctica colonial hoy es incluso peor que la del siglo XIX; pregúntenle a Obama, Sarkozy o Berlusconi). La acumulación del capital no olvida ni perdona: No hay siquiera cortos plazos para la autorrealización de la clase trabajadora, lo cual es harto indignante. Ustedes me increparán: ¿Quién carrizo es este polemista compulsivo que pontifica contra el orden establecido? Un obrero de la educación y la escritura que mañana viernes debe hacer un desayuno-almuerzo-merienda a las 5 am, a los fines de completar una negrera jornada de trabajo en la Universidad y luego en el liceo. Sin embargo, hacemos de tripas corazón para escribir textos que bordean el anarcotrostkismo, la poesía y la compulsión por la vida. Como dice Joaquín Sabina, de las dos majas de Goya me gusta la misma que tú.